lunes, 3 de octubre de 2011

Café con desanimo

Erase una vez un felino que vivía en el interior de una fortaleza. Era un felino adicto y nostálgico, enamorado de cualquier cosa que llevara por fecha un 19 delante. También era un felino soñador y en perpetua lucha (ya fuera con su sombra, con su destino o con su cola); siempre con las uñas afiladas, sacadas del mullido preparadas para pelear. Tendía a tener fuerza perpetua, como una escultura griega de un hercúleo héroe.

Llegó el día en que el felino se cansó. Con su cigarrillo en la pezuña y un café a medias decidió que ya había tenido bastante guerra: demasiada para sus siete vidas. Y se tumbó hecho un ovillo en las mantas de su algunas-veces-cómoda cama.

De repente, unos gritos incómodos le devolvieron de entre sus sueños de gato-ratón-queso. El felino se sentía aturdido y nervioso. No sabía que hacer. Lo normal hubiese sido pelear, claro, maullar en alto y lanzarse contra cualquier pernera del pantalón de quién apareciese a su paso. Pero como había decidido no pelear, se encontraba en una difícil tesitura: o bien continuaba durmiendo sabiendo que vendrían más gritos que le volverían a despertar, o bien salía a la búsqueda de quién estuviera gritando, y con sus mejores maullidos le decía que le estaba importunando.

Decidió el felino que iba a tomar la segunda opción. Encontrándola la más diplomática. Salió, pues, de su habitación con un aire distinguido, con la cola bien en alto y los bigotes rompiendo el viento que le molestaba en la cara. Bajó las escaleras y se encontró con Eva, madre de su dueña, y origen de tanto griterío.

-Mau, mau, miaaaaauuuuu, meu, mau - le dijo mirándola a los ojos. -¿Mameuuuu?

La dueña lo miró desconcertada y siguió a lo suyo ignorando por completo la petición del felino. Él la miraba perplejo. Había sido fiel y diplomático. No le había mordido los dedos de los pies ni le había dejado los pantalones hechos jirones. ¿Qué estaba pasando?, se preguntó el felino, ¿qué estaba haciendo mal? Repitió la operación para estar bien seguro.

-Meu, mau, marrameeeeeeu, miauuuuuuu, meu, ¡¡¡¡mau!!!!

Eva volvió a ignorarle. Esta vez estaba seguro de haberlo dicho correctamente y no había obtenido respuesta. Decaído, el felino, escapó de la habitación y se escondió en el baño: único lugar dónde los molestos gritos no tenían acceso. Al fin, metido en la bañera el felino pudo dormir. En la bañera estaba húmedo, frío y podía oler los restos de excrementos que los humanos habían dejado flotando en la taza del váter, pero al menos estaba en paz.

Una taza de té

May se había marchado para no volver. El hueco de sus maletas en el recibidor descartaba cualquier posibilidad de llenar el vacío. John lo miraba con el desasosiego de quién intenta imaginar una realidad alternativa a la que está viviendo sin posibilidad de encontrarla. Un trozo de cuero era lo único que le quedaba. Eso, y las fotos. Sus maravillosos retratos de un pasado mejor luciéndose solemnes en la pared del apartamento. No podía mirarlos. No podía apartar la vista del hueco de la puerta.

Todo cuanto había soñado había desaparecido y era incapaz de dar marcha atrás. Su mente estaba en blanco. Su salón lucía sucio y desordenado, lleno de botellas vacías y ceniza desparramada  en el área circular que rodeaba su butacón. Ya no lloraba. Las lágrimas se habían marchado con May, y muy a su pesar, su ilusión, imaginación, su amor por la vida también. Pensó entonces en el anciano de su relato, ¿qué le diría el sabio si se le apareciese en ese momento?

Se imaginó a si mismo entrando por la puerta de la cabaña. Con la lumbre encendida, el chaval postrado en un rincón, y la tetera como única voz entre tanto silencio. - Hola, sabio - le diría con voz apagada – recurro a ti, pues eres quién más me puede entender y ayudar.

-Hola,  escritor – le respondió una voz anciana - te estábamos esperando.

El gimoteo del chaval se apagó finalmente al verse acompañado por tan inusual sujeto. Lo miró detenidamente. Lucía vaqueros y camisa. Un reloj de bolsillo atado con una cadenita plateada y zapatos de piel. Estaba sucio como él. Pero su suciedad era distinta. No venía por el barro de sus pasos, sino por la manifestación gráfica del pesar y el dolor.

El sabio se giró de repente con la mano ardiendo por el bullir de la tetera. Sacó de entre sus posesiones tres diminutas jarras de cerámica y vertió el líquido en ellas. Satisfecho por la calidad del brebaje, se giró sonriente hacia sus visitantes y con pasos lentos se sentó junto a ellos. – Bebed – les dijo. – Acabad con la última de las gotas y después discutiremos hasta el anochecer. Les acercó las jarras y dando muestra del cómo se bebe, acabó con el contenido de la suya.

El escritor miró asustado el color marrón oscuro del brebaje. En Nueva York, en el Upper East Side, no se bebían cosas así, salvo que en su continente luciese el emblema STARBUCKs. Decidió obedecer al anciano, y mientras con una mano cubría su nariz, con la otra volcaba el té en su boca. Tragó. No sabía mal del todo, aunque en su interior llameaba una pregunta, ¿de qué estará hecho?

El joven rió en su interior por la ridiculez del comportamiento de John. Era un gran té, pensaba. Y lo paladeó suavemente llenándose todo él del aroma de la bebida.

-Bien, John – continuó el sabio – puesto que has sido el primero en acabarte el té, empezaré por ti.
-Sabio, – continuó el cada vez más incrédulo escritor por encontrarse en el interior de su relato -  May se ha marchado de mi vida. No quiere volver a verme y yo la amo tanto que creo que mi corazón se parara de un momento al otro.

El sabio rió. Este era un enigma fácil de resolver y eso le llenaba de orgullo. Sus carcajadas se hicieron eco en la tienda. Ahora podía empezar a verse a si mismo como un sabio de verdad. El sabio de las respuestas, el sabio camarada que reúne a los necesitados y les ayuda a seguir su camino.

-El corazón es como la vida – empezó a relatar una vez las risas habían finalizado -. Él no se detendrá salvo que tú quieras que se detenga. Cada uno tiene el poder en su mano de detenerse o andar. Ahora mismo, tu camino está lleno de oscuridad, pero en el más oscuro centro de la tierra, el corazón late fuerte y con valentía. May era tu luz y la necesitabas como faro, pero debes de aprender a caminar a oscuras para que vuelva.

El escritor lo miraba con atención. Tenía sentido. Lo que decía ese personaje, tenía sentido. Pero si lo decía un personaje creado por él, ¿significaba que en el fondo él ya lo sabía? Las dudas ya no formaban parte del sabio, quién con ingenio se las había pasado al escritor mediante el compartir una taza de té. Si yo sé, que en el fondo May volverá a mí, que el miedo a la oscuridad solo es una parte del camino, ¿Por qué me detengo y no sigo andando?, se preguntaba.

El joven escuchaba atento las palabras del anciano. Paladeaba la última gota de té, mientras que en su interior pensaba el porqué de tanta oscuridad en su camino. Si el escritor había encontrado un faro, ¿Por qué él no?
-Maestro - se aventuró a decirle - ¿y qué respuestas tienes a mi problema?

De repente, el sabio lo vió todo claro. Las respuestas que buscaba las encontraba dentro de las preguntas. Él, que se consideraba desconocedor del mundo, era el faro del que había hablado antes. El joven caminaba en la oscuridad, y él podía darle la antorcha que necesitaba.

-Mi respuesta, joven amigo - le contestó con la mirada fija en la lumbre que los iluminaba – es que no existen mundos en los que cada uno pueda ser quién quiere ser. El mundo que tú buscas está en tu interior. Sólo tú puedes darle impulso al amanecer que necesitas.

-Pero maestro - le interrumpió desesperado el chaval -, yo ya he buscado fuera y dentro. Llevo luchados largos años y el agotamiento me persigue como una flecha. Sé que dará conmigo y me destruirá. – Tragó saliva y los gimoteos volvieron -. No quiero que me alcance, sabio, no quiero que me destruya.

-Esa flecha ha sido labrada por tus propias manos - le contestó el sabio -. Tú solo puedes detenerla o transformarla. Sólo has de dejar de querer encontrar, y empezar a querer buscar. Y será esa búsqueda, esa batalla entre tú y el dolor, lo que te hará encontrar lo que deseas. No hay búsqueda que no acabe en tesoro. Y no hay flecha que detenga un corazón esperanzado.

El silencio se hizo presente de nuevo en la cabaña. El crepitar de la leña era cada vez más sonoro y el ulular de los árboles se entremezclaba con los cánticos de los búhos. Había caído la noche. Todos tenían sus respuestas y el cansancio empezó a hacer mella en cada uno de ellos. Tocaba regresar, pensó el escritor.

El anciano se hizo un ovillo entre las mantas y dejó caer sus párpados. El joven aún cavilaba la respuesta del sabio. Sentado como estaba, decidió hacer noche en la cabaña antes de volver a su poblado. Sabía que debía hacerlo. Era hora de empezar a crear su mundo sin importarle los mundos ajenos. Éste también cerró los ojos. Mañana será otro día, pensó, mañana será mi primer día.

La falta de nicotina hacia ya mella en el cuerpo del escritor. Buscó a tientas el paquete desgastado de Chesterfield en el interior del bolsillo del pantalón. Sacó un cigarrillo. Debía meditar las palabras del viejo. Lo encendió con la lumbre ya casi extinta de la cabaña. Echaba de menos su butacón, su apartamento y a May. Echaba de menos tantas cosas que la oscuridad volvió a hacerse presente en su interior.

De repente, una voz conocida saltó en el contestador automático. - Hola John - le decía la voz - estoy bien. No te preocupes por mí. Algún día volveremos a vernos. Solo has de tener fe en que aún te quiero. No me olvides.

El escritor saltó corriendo a la espera de que May siguiera aún al otro lado de la línea. Pero el pi, pi, pi, del final de la llamada le dejó bien claro de que ya no estaba ahí. La ceniza cayó rodando por la pechera de su camisa. Volvía a estar solo. De nuevo se encontraba en su apartamento. Pero esta vez ya tenía respuestas.
Decidió entonces que era hora de irse a la cama. Muchas emociones en un día, pensó. Necesitaba dormir.