El escritor miraba atento al monitor. El incesante parpadeo del guioncito ante él le ponía nervioso. Se había encontrado muchas veces con la mente en blanco y la duda de quién sabe qué decir pero no cómo empezar. En esas ocasiones, no había un guión desafiante frente a él, eran un cuaderno en blanco o una hoja de papel. Ante ellos, siempre sabía qué hacer. Arrancaba la página. No se permitía que un mísero trozo de materia se interpusiese entre él y sus ganas de escribir. Ahora, ¿qué podía hacer? ¿Cerrar el editor de texto? Sabía que así lo hacía, le estaría dejando ganar la partida. No podía permitirlo.
Se encendió un cigarrillo. Está bien, John, - se dijo - te doy de tiempo hasta que tengas que apagarlo para que empieces a escribir. Parecía un trato justo, pensó. Un cigarrillo cuánto le duraba, ¿dos o tres minutos? Más que suficiente para que surgiera una palabra en el blanco infinito de la pantalla. Le dio una primera calada. Con fuerza rebelde, el humo entró por su boca y bajó por su cuerpo. Se llenó de él. Y posteriormente lo expulsó por la nariz. Su ancha nariz herencia de su padre, poblada de pelos que sobresalían y se juntaban con el espeso bigote que le gustaba llevar para darse un toque sofisticado y maduro.
Una segunda calada, más leve esta vez, le dio la frase perfecta para empezar. Depositó entonces, el Chester en el cenicero y sus manos se colocaron en posición de escriba.
La mente del sabio bailaba delirante tras encontrar la respuesta al enigma. Llevaba años trabajando en el porqué de su existencia, y el resolver el enigma le daba la repuesta. No era ése el enigma per sé, pero bajo su punto de vista, el sabio que no sabe responder a lo básico, nunca podría responder a lo complejo. De joven, soñaba con llevar largas túnicas y barbas angostas rebosantes de restos de experiencias vividas y alimentos ingeridos. Ahora, de viejo, llevaba al fin esas túnicas que tanto ansiaba y podía presumir de tener una barba que le llegaba hasta la cintura, pero lo que no había pensado de joven se le planteaba ahora de mayor. ¿De qué le servía vestir de sabio si el conocimiento era todavía un gran enigma? Sabía que sabía, había leído, había viajado, había comido y sentido; había hecho lo que de joven soñaba pero aún entonces no tenía todas las respuestas.
Unos días atrás, podían ser siete, como diez, como treinta, había aparecido en el umbral de su cabaña un chico con la cara deformada y los ojos hinchados de llorar. Aún gemía ligeramente. Fueron esos gemidos precisamente lo que hicieron que el sabio se percatara de su presencia. Avanzaba lentamente y con la cabeza ligeramente inclinada. Una vez dentro, a la luz de la lumbre, el sabio pudo verle finalmente. Era un joven moreno, de ojos oscuros y ropas austeras. Sus cabellos caían a la altura de la espalda recogidos en una trenza y sus pies descalzos arrastraban la mugre del que ha caminado sin descanso por los más sucios parajes. - Maestro, le dijo el joven al anciano, - necesito que me ayude.
El sabio lo miraba atento y en silencio. Era evidente que el joven necesitaba ayuda, pero la ausencia de respuestas en su mente dejaban en su interior una gran incógnita. Ante el silencio de su interlocutor, el joven se aclaró la garganta. Era bien sabido en el poblado que el anciano de la cabaña era de pocas palabras pero acertadas, con lo que tomó los ojos atentos del anciano como una invitación a que continuara hablando. - He nacido en un mundo que no me pertenece. Pienso, pero no hago. Aquí todos hacen. Pocos hablan. Nadie escucha. Yo tengo muchas preguntas y las orejas opacas de quién me rodea me atormentan día y noche. Lloro y me critican. Siento y hablan mal de mí. Intento huir, pero las preguntas se me acumulan. ¿Hacia dónde? ¿Para qué? ¿Son todos los mundos iguales al que he nacido?
El joven rompió a llorar. Había evidencia en el temblar de sus labios al hablar que ése joven necesitaba respuestas. ¿Cómo puedo ayudarle?, pensó el sabio. Se veía a si mismo como la última esperanza del muchacho y la impotencia, ya amiga del sabio, se convirtió en un afilado puñal en su espalda. Hizo, pues, lo que su corazón le indicó. Se puso en pié torpemente, y con la ayuda de su bastón y se dirigió hacia el fogoncillo que esperaba tranquilo a ser encendido. - Siéntate, amigo, - le dijo volviéndose hacia la llorosa masa de carne que a duras penas se alzaba ante él, - voy a preparar un té.
El crujir de las llaves en la cerradura despertó al escritor de su ensoñación literaria. Sus manos se detuvieron a la espera de que, May, su esposa, entrara en el despacho dispuesta a hablar de su día. Mientras esperaba, una sonrisa se dibujó en el semblante ahora triunfal del escriba. Había vencido al guioncito. Ya no era éste un problema para él. Ni él, ni el procesador de textos, ni nadie había podido detenerle, y había podido escribir aquello que vivamente su mente generaba. Otra victoria más para él. Otra alegría. Ahora, solo le quedaba estar con su esposa, cenar con ella, y continuar, al día siguiente con el relato que ya por fin no estaba en blanco.
THE END
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